domingo, 3 de agosto de 2008

Comer nada


A mí el amor me quita el hambre. En esos momentos de apasionamiento decidido, me puedo quedar ante el plato de comida con la extrañeza de: qué raro es esto, ¿hay que comer de nuevo? Conozco a personas que les sucede lo contrario, entran en estados de ansiedad y se ponen a comer sin descanso ni sosiego.
Es frecuente que en nuestras vidas pasemos por periodos de vaivenes del apetito. (Y de otras muchas cosas más… ¡que las veleidades siempre animan!)
En cambio, la anorexia como trastorno es un asunto sumamente delicado, serio...letal. Con la anorexia aparece descarnadamente la pulsión de muerte, con un cercano riesgo de la muerte real de la persona.
La alteración de cómo percibe la anoréxica su propia imagen corporal es un elemento que alumbra su diagnóstico, pues nunca se ven a sí mismas lo suficientemente delgadas.
A pesar de que este tipo de síntomas se ha descrito desde la antigüedad (muchas veces enredados con santas religiosas y con otras connotaciones místicas) ahora reaparecen, se multiplican, se “tratan”, se acallan y, con gran pena, hasta se inducen.
Pero las causas de semejante trastorno no se agotan todas en el empuje de la sociedad actual a tener un cuerpo ideal, delgado y fino, ni con la publicidad feroz en este sentido, que exige hasta los huesos (nunca mejor dicho).
El problema de alimentación aquí, queda trascendido por una problemática del deseo que agobia al sujeto anoréxico. No comer ha sido su estrategia particular de rechazo al atiborramiento de objetos que tratan a toda costa de anularla como deseante. Sería como si ella le dijera al Otro (generalmente a la madre) que a pesar de los intentos de llenar a su hija con objetos (comidas) hay algo que ella pide, que desea. Y que respeten su derecho a desear algo, sin apresurarse a obturarle la carencia. (Quien te llena de cosas no te da cariño)
En la anorexia, decía Lacan, no se trata de no comer nada, sino de comer nada, donde “nada” es un “algo” que sólo existe en el plano de lo simbólico. Es ese “nada” con el que esgrime (aún casi sin fuerzas) un respeto por su deseo, por su ser de deseo.


La anorexia hace que la nada, alimente. Pero en otro sentido.

La nariz del Conde-Duque de Olivares




En 1649, durante su segundo viaje a Roma, Velázquez fue muy atentamente acogido en su calidad de amigo personal del rey Felipe IV, pero nadie parecía tener referencias de su prestigio como pintor. Disgustado por esta ignorancia de la nobleza y los artistas italianos, ejecutó a toda prisa el retrato de su sirviente Juan de Pareja. Siguiendo las instrucciones de su amo, el propio Juan de Pareja salió a la calle, retrato en mano, mostrando la obra en las casas más acaudaladas mientras elogiaba el notable parecido entre el modelo y la imagen. La anécdota –citada por Ortega y Gasset (1953, IX)- habla muy elocuentemente sobre la importancia que Velázquez y sus contemporáneos le atribuían a la copia del natural. El oficio de pintar podía enjuiciarse de acuerdo con el parecido entre la representación y el modelo, si bien la obra de Velázquez trasciende en muchos sentidos la mera habilidad de imitar lo visible.[1]
Junto a este alarde de destreza, junto a este afán por copiar la realidad, cabe agregar que Velázquez tuvo, a menudo, que lidiar con lo feo y lo deforme. Juan de Pareja, sin ir muy lejos, debió ser en su tiempo, debido a su ascendencia africana, una figura un tanto exótica; pero, además, como es sabido, en las pinturas de Velázquez aparecen frecuentemente idiotas, enanos y miserables.
Si se considera este afán de realismo, los retratos ecuestres del Conde-Duque de Olivares –cuya primera versión Velázquez habría de ejecutar en 1633- debieron plantear un embarazoso problema: la necesidad de atenuar la pronunciada nariz del modelo. El Conde-Duque, un miembro de la nobleza, uno de los más destacados mecenas del momento y una de las figuras más allegadas al rey, era al mismo tiempo un hombre narizón. En el Retrato Ecuestre, Velázquez lo muestra luciendo su atuendo militar, la mano derecha indicando hacia adelante, como si ordenase avanzar, mientras el caballo relincha, tal vez en señal de que habrá de emprenderse una acción que demanda mucha gallardía[2]. Pero, a diferencia del marcado perfil de Felipe IV en su corcel –también pintado por Velázquez- el rostro del Conde-Duque aparece ligeramente ladeado hacia la derecha, en una pose de tres cuartos que permite disimular las dimensiones reales de la nariz y a al mismo tiempo ofrecer un retrato convincente desde el punto de vista de la copia del natural. ¿Por qué un pintor que se vanagloria de su destreza para imitar la realidad, acude a este sutil ardid? No es difícil conjeturar una respuesta. El retrato ecuestre era un sujet reservado a la nobleza –para escenas de caza o de contiendas militares- mientras que la nariz grande era un rasgo que se consideraba vulgar. Como apunta Bakhtín, dentro del humor popular medieval y renacentista las dimensiones de la nariz eran comparables a las del pene:
Charles Laurent, the famous sixteenth century physician [...] speaks of the popular belief that the size and potency of the genital organs can be inferred from the dimensionsand form of the nose” (Bakhtin, 1984,316)
Una analogía que todavía puede encontrarse en muchas de las caricaturas que Monet realizó en su juventud y que incluso hoy conserva cierta vitalidad. La maldición en torno a la nariz es bien conocida. La literatura europea ha dejado numerosas constancias de este fenómeno. Desde Cyrano de Berguerac hasta Charles Swann encontramos la misma condena de la aristocracia hacia la nariz gruesa, grande o caprina. Quevedo, contemporáneo de Velázquez, ridiculiza a su rival, Luis de Góngora, precisamente mediante la exageración de la nariz en su célebre Erase un hombre a una nariz pegado.
El conflicto –ideológico y estético- que revela el retrato ecuestre del Conde-Duque, la sutileza con que Velázquez procura conciliar la copia del natural con una interdicción de carácter clasista, podría ofrecerse como un pequeño, pero tal vez ilustrativo ejemplo de la creencia de Adorno en que las luchas sociales y las relaciones de clases integradas a la estructura de la obra de arte (1970, 232). Para Adorno, no es posible la existencia de un arte sin ideología, incluso cuando la obra de arte sea la antítesis del mundo empírico (236).
El ejemplo de Velázquez es notorio porque, entre otras cosas, demuestra que, a pesar de los esfuerzos por crear un efecto de continuidad entre la representación pictórica y el mundo empírico –que caracterizan buena parte del arte barroco- la pintura no puede dejar de someter la copia del natural a imperativos que revelan una dimensión ideológica. La maniobra de Velázquez es una evidencia, muy sofisticada y dentro de una lealtad a lo visible, de los conflictos que en ocasiones provocan las conexiones entre formas artísticas e ideología.


OBRAS CITADAS
Adorno, Theodor. The Aesthetic Theory.
Bakhtin, Mikhail. Rabelais and his world,
Ortega y Gasset. Velázquez. Random House, Inc., New York, 1953.


[1] Cuadros como Las Meninas o Las hilanderas son “documentos de una exactitud extrema, de un verismo insuperable, pero a la vez son fauna fantasmagórica” (Ortega y Gasset, 1950, 85)
[2] El lienzo representa posiblemente la batalla de Fuenterrabia (Ortega y Gasset, 1953, LVII)